Cuando un niño o niña llega a psicoterapia, trae amarrado un lugar dentro de su sistema familiar que le ofrece un lugar especial. 

Todos necesitamos, desde que nacemos, sentirnos únicos e importantes. En nuestra manera de garantizar nuestra subsistencia, hemos ido construyendo nuestra propia identidad. Cuando un niño nace, su esfuerzo va dirigido a encontrar un lugar donde garantizarse que será mirado por sus padres. 

Es así, como los niños y niñas, grandes exploradores del campo relacional familiar, van encontrando su forma de significarse, adaptándose a un sistema familiar que se organiza y relaciona de una forma concreta. Muchas de estas adaptaciones, son leídas como desajustes o conflictos, y lo único que hacen los niños es traducir en acciones lo que se cocina en la familia. Recuerdo un caso de una niña que llegó a terapia con mucho miedo a no ser recogida a la hora de la salida del colegio. Aunque los padres le recordaban a diario quién le recogería, ella mostraba mucha angustia y miedo minutos antes de la salida. También tenía miedos nocturnos e intentaba ser una “buena niña” todo el tiempo. En las primeras sesiones con los padres, me encuentro con dos personas encantadoras, muy preocupadas por la niña. Ambos, profesionales de éxito, correctos, educados, amables. La niña era también una preciosidad, también educadísima y amable. Extremadamente empática, casi todas las sesiones me preguntaba por mi y cómo estaba. A medida que fuimos trabajando emocionalmente, me encontré una niña ahogada por la responsabilidad de ser correcta, deprimida por no poder ser traviesa…cada vez que yo le proponía hacer algo fuera de la norma (como saltar en los sillones por ejemplo), me miraba estupefacta, y poco a poco se iba soltando, con alegría y alborozo. Yo fui viendo que esta niña necesitaba “portarse mal” para ir deshaciendo todos sus miedos, contactar con su valentía interna, y enfrentarse al mundo con una energía mucho más genuina. En una sesión con los padres les comenté “¿estáis dispuestos a pagar el precio de que la niña no tenga miedo? Porque el precio es dejar de portarse correctamente en algunas ocasiones, decir lo que piensa, discutir lo correcto….” En ese momento, la madre se echó a llorar diciéndome que ella había sido una niña perfecta para sus padres, y que no quería eso para su hija…prefería que fuera menos correcta y más feliz. El resultado de la terapia fue una niña feliz y unos padres agobiados (y también felices) por toda la energía y espontaneidad desatada en la niña.

Haber leído el caso en clave sistémica me permitió ir buscando la posible solución en la relación familiar, en cómo la niña, en su intento de pertenecer y no defraudar a sus padres, se hiperadaptó a un entorno en el que ser de determinada manera garantizaba la supervivencia. Su desajuste con el miedo fue lo que le trajo a terapia, si no hubiera manifestado este síntoma, sus padres no hubieran visto el esfuerzo que estaba haciendo la niña por estar dentro del sistema. Tampoco hubieran podido contactar con el esfuerzo que ellos mismos hicieron para pertenecer a su sistema de origen. Y así, pudimos atravesar un problema raíz que enganchaba a varias generaciones.

Este tipo de comportamientos se generan por los mandatos o normas implícitas que todas las familias tienen para mantener el equilibrio. Todos tenemos internalizadas “frases lapidarias”, transmitidas por nuestro sistema familiar que nos dificultan el crecimiento. Nuestro miedo más íntimo es saltarnos estos mandatos “sé una mujer buena y decente” “los hombres no lloran” “el éxito llega por el sacrificio”….que nos atrapa en una lealtad al sistema y nos enferma.

Cuando un niño o niña llega a terapia, nos invita a entrar en su “campo de batalla”, nos muestra con su sintomatología todo lo que tiene que hacer para sentirse dentro. Y nosotros entramos en él, con nuestro propio campo de batalla. Nuestra manera de sentir a la propia familia, nuestras propias hiperadaptaciones, son una forma de mirar a la familia del paciente. Por eso es tan importante nuestro propio trabajo personal, donde descubrir nuestros roles y estilos de comunicación familiar. De esta manera podemos entrar en el campo sistémico del niño o la niña, sin juicio, con curiosidad. Observando cómo entiende su entorno y el mundo, para poder ver qué posibilidades de movimiento tiene, y así dirigir la terapia hacia su propio camino, no hacia donde a nosotras, como terapeutas, nos gustaría que fuera. A veces, el mejor lugar para el niño o niña no es el óptimo. En casos por ejemplo, de niños con padres inestables emocionalmente, como terapeutas nos gustaría que el niño pudiera posicionarse ante la ambivalencia de los padres. Sin embargo, la lealtad y la necesidad de cuidar a sus progenitores no puede desaparecer en ese momento. Es necesario que, aún manteniendo un rol que a lo mejor no le corresponde, pueda encontrar vías de escape a la frustración y a la rabia, a través del arte o el deporte. En casos de separaciones traumáticas, muchos niños intentan tener a los dos padres contentos, renunciando en ocasiones a estar tranquilos y despreocupados. Son niños que están alerta a las necesidades de los adultos, y por mucho que intentemos hablar con los padres para que tomen conciencia de la situación, su conflicto de pareja no siempre les deja ver el daño que pueden generar en el niño. En terapia, nos gustaría que los adultos tomaran su lugar y se ocuparan del bienestar del niño, pero nos toca acompañar a ese niño a mantener un rol que no le corresponde, dándole alternativas y vías de escape a su frustración, poniendo palabras a lo que pasa para que vea que no es el único que ve la situación, y aportar un espacio de reflexión y crecimiento interior que le fortaleza y, poco a poco (a veces en un futuro que nosotros no veremos) tomar más distancia emocional de la situación.

Y también es imprescindible escuchar a los padres, observar cual es la dinámica de la relación como pareja, como padres, cuales son las relaciones con sus propias familias de origen. En su narrativa, podemos ir descubriendo patrones de relación, como pequeños hilos conductores que nos muestran por donde se puede pasar, cuales son los permisos que nos pueden dar para facilitar el cambio. También los padres tienen expectativas sobre nuestro trabajo, y es importante descubrir qué papel quieren que nosotros representemos en su sistema. Porque las familias quieren que el conflicto desaparezca, pero no siempre quieren que la situación cambie. He tenido varios casos de hijos parentalizados. Esto quiere decir que los niños/as han ocupado un lugar que no les correspondía en la jerarquía familiar. Ocurre en muchas ocasiones, pero una que me llama especialmente la atención es la del padre ausente. Recuerdo el caso de un niño que tenía fuertes rabietas y comportamientos disruptivos dentro de la familia, pero luego en el colegio y en otros entornos era un niño estupendo. Fluctuaba entre momentos de tristeza y retraimiento, y fuertes ataques de rabia hacia los padres. En la recogida de información, los padres me comentan que, como el padre viaja mucho por cuestiones laborales, en esas ocasiones, la madre dormía con el niño en la cama de matrimonio, porque así ella se “sentía más acompañada”. Cuando el padre estaba en casa, el niño era “desterrado” a su cuarto de nuevo. Cuando les pude explicar la confusión que esta situación le traía al niño, pudieron entender su comportamiento. Pero la madre no estaba muy de acuerdo en cambiar la situación, fue a la que más le costó ver la implicación que tenía su conducta. Fue un proceso de trabajo difícil con los padres, ya que ellos traían al niño a consulta para que yo resolviera su conducta, pero ellos no estaban muy dispuestos a que su forma de funcionar como adultos fuera modificada. A veces, identificamos claramente cual es el problema, pero el camino hacia la solución no siempre está despejado.

Las familias que viene a terapia han hecho un gran esfuerzo para llegar a ese punto, ya han hecho todos los intentos de solución posibles para ellos. Necesitan a un observador externo que les pueda dar una imagen diferente para ampliar creativamente sus posibilidades. Pero ese observador externo, también tiene sus propias limitaciones, ya que somos personas que entramos a formar parte de la solución, aunque nosotros no la demos.

Es importante por tanto, ir testando en el trabajo que vamos realizando qué lugar nos han asignado las familias, para poder ir tomando un sitio cada vez más sano, y poder ir haciendo modelaje de otra forma de relación.

A mi me gusta mucho utilizar muñecos para configurar escenas que me permitan observar dónde me colocan los diferentes miembros de la familia. Cada uno tiene su propia visión del problema y del terapeuta. En ocasiones es hasta sorprendente lo divergentes que pueden ser esas visiones. Viendo las diferencias, pero sobre todo las similitudes de las configuraciones, intento ir haciendo un mapa de por donde encontrar una salida, y que esa salida no me deje a mi atrapada.

En ocasiones, nos configuran dentro del sistema…..en el medio; otras veces, nos colocan en un lado, y con todos los miembros de la familia mirándonos; otras, en un lado con todos los miembros de la familia mirando en diferentes direcciones…y el único que nos mira es el niño…..

Otra forma de trabajar nuestro lugar en la familia es con la propia familia, en un espacio amplio, invitándoles a colocarse más o menos cerca los unos de los otros en función de cómo se sientan. Ahí le pido al niño que me diga dónde me ve a mi, y todos nos observamos, viendo cómo nos sentimos en los lugares en los que estamos. Si alguno necesita moverse, vamos despacio viendo qué genera ese movimiento y entramos en un diálogo más concreto y menos cognitivo y abstracto. Se habla sobre lo que se ve en la dinámica en ese momento, no de otras situaciones o problemas.

Lo mismo se puede hacer con la escultura familiar, en la que el niño configura a la familia en una imagen fija, también me puede colocar a mi en esa imagen. Todos observamos cómo nos sentimos en esa “foto fija”, y lo vamos expresando, después de un tiempo, se permite el movimiento. Todo lo que va sucediendo, se va comentando.

Tanto con muñecos, como con la familia, se puede recurrir también a la dramatización y exageración de roles.

Este tipo de formaciones nos dan una idea de lo que buscan en la terapia y su nivel de conciencia de solución. También es una forma gráfica de poder explicar cómo se han ido enfrentando a los diferentes problemas familiares y cómo ha ido resolviendo, de tal forma que ellos se convierten en protagonistas del siguiente paso hacia su propio equilibrio.

Es muy importante, en todas estas actuaciones, poner el rol del terapeuta al servicio de la familia, teniendo en todo momento al observador externo activado, en un observador participante. Observando cómo me ven o cómo me colocan, puedo contactar con cómo me siento en ese lugar, qué parte de mi historia familiar tiene que ver con esos sentimientos, y poder ofrecer al niño y a la familia otra mirada…..la frase “no lo había visto desde ese punto de vista” para mi es la llave que abre a la posibilidad de una propia solución.

Los enredos familiares nos atrapan a todos de alguna manera, y es sorprendente cuando nos damos cuenta de que hay problemáticas recurrentes que nos llegan a la consulta y que tiene que ver con nuestra propia historia familiar. Cuanto más foco pongamos en nuestra propia organización familiar, más fácil será abrir camino a nuestros pacientes.